viernes, 24 de julio de 2009

Horacio Quiroga... me raya…

Hace como dos años que a mi papá le regalaron “Me llamo rojo” de “Orhan Pamuk”… Al día de hoy, no ha podido pasar de medio libro, muy a pesar de que lo lleva de arriba a bajo como si fuera parte de su vestimenta. Él argumenta, que el problema con dicho libro, es la forma de escribir de “Orhan” (muy oriental), aunado a los modismos y metáforas que no entiende, debido a que forman parte de una cultura totalmente desconocida para él; cosa con la que no estoy de acuerdo por supuesto… Más bien pienso que el problema radica en el pensamiento del lector; ya que dónde mi papá lee metáforas tan maravillosas (para mi) como: “Una hoja de papel no deja de ser un árbol”; mi padre ve una indefinición de concepto y falta de apego a las reglas de la realidad… Y a fin de cuentas cada quien ve con sus propios ojos… Sin embargo no por eso dejaba de criticar el hecho de que no pudiera abrirse a una lectura como la de “Orhan”.

En fin… el asunto es, que recientemente le compré como regalo a una señorita que quiero:“Cuentos de Amor, Locura y Muerte” de “Horacio Quiroga”; y al no haber leído nada de Horacio más que el famoso cuento “Las rayas” (por cierto proporcionado hace ya unos tres años y medio por la misma señorita a la que hoy le regalé el mencionado libro); me dispuse a aprovechar el viaje, y poner a Horacio en los estantes de mis recuerdos…

Cuánta habrá sido mi frustración al intentar leer las primeras páginas… que de inmediato recordé lo ocurrido con el primer cuento “Las rayas”, el cual fue proporcionado a mi persona por mi querida señorita, que titulaba como uno de sus favoritos y a Horacio lo empotraba como el autor de autores…

Recuerdo que en aquel tiempo, debido a la relación que tenía con aquella linda señorita, hice el intento (justo como lo hice ahora), de tratar de digerir a Horacio… y tengo que decir que en aquel entonces, como ahora, sigo tratando de digerirlo…

Simplemente Horacio se me hace un autor plano, gris, con una melancolía sin sentido… bien entiendo que sea valorado por la descripción de la época (si quieres viajar en el tiempo, la forma más fácil, es leer algún autor descriptivo de la época a la que quieras viajar), pero por más que trato, no entiendo lo que intentaba decirme… Lo comparo con autores de la época y nada… lo comparo con autores con características suicidas y nada… Simplemente no entiendo por qué el amor debe ser objeto de suicidio… ¡Qué se suicide el que no haya amado nunca! Que a fin de cuentas sino amaste, no viviste…

Hace ya algunos post atrás hablé sobre la perdida de fe de “Ernest Hemingway”, pero en Ernest, en cada escrito que le he leído, me transmite parte de su fe, que en algún momento el cual no entiendo aun, perdió…

Pero… ¿Y Horacio?

¿Qué me quiso decir Horacio en “Las rayas”?:

Las rayas
[Cuento. Texto completo]
Horacio Quiroga


...-"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."
Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa, sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.

-Les contaré la historia -comenzó el hombre- porque es el mejor modo de darse cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no es mayor en el escritorio, y dos empleados -uno conmigo en los libros y otro en la venta- nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el Diario son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!... En fin, hace cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.

El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.

Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.

Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.

El vendedor -se llamaba Tomás Aquino- llegó cierta mañana a la barraca con una verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé qué en los bolsillos. Así estuvo dos días. Al tercero cayó con un fuerte ataque de gripe; pero volvió después de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas, a pesar de los síntomas dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días un fulminante y frustrado ataque de gripe.

Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no se podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.

Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó murmurando.

No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones de orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra.

Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido; trataban de estar todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos.

Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa, rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con rayas.

Lo despedimos en seguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llamé a Aquino y también lo despedí. Al recorrer la barraca no vi más que rayas en todas partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha de alquitrán en el suelo, rayada...

No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas que con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.

Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño de la Fonda Italiana donde aquellos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía qué se habían hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.

-Estarán en casa de ellos -le dije.

-La puerta está cerrada y no responden -me contestó mirándome.

-¡Se habrán ido! -argüí sin embargo.

-No -replicó en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que salían de adentro.

Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.

Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caserón la fila se engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua, éramos más de quince. Ya empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la puerta abajo y entramos. Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso, las puertas, las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado: una irradiación delirante de rayas en todo sentido.

Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda costa, como si las más intimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban vertiginosamente, apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho explosión la locura.

Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el agua fangosa dos rayas negras que se revolvían pesadamente.


----------------FIN----------------

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/rayas.htm

Al igual que en el arte de las pinturas, creo que la lectura debe transmitir algo, y que no puede ser considerado una obra maestra “porque si”… Es decir, el mayor problema del mundo es la falta de comunicación, el idioma y sus mentiras se la pasan haciendo de las suyas… por lo tanto no me pueden decir que un arte que transmite “nada”, puede ser bella “Porque si”… y el que diga lo contrario, dudaría seriamente de sus palabras, aunque claro, le pediría amablemente que argumentara lo dicho; ya que las cosas son bellas por asociación… son bellas porque nos recuerdan algo, porque nos identificamos o porque nos dejaron parte de su esencia al estar en contacto con ellas… El universo es bello porque formamos parte de el…

En fin… arguméntenme lo contrario…

Entonces regresando a mi estimado Horacio, el problema que me causa, es que considero que la mujer a la que le gusta, la misma a la que le regalé el libro, la misma que me introdujo en el arte de “Las rayas”, es avasalladoramente más inteligente que yo… Y compruebo lo anteriormente dicho, cuando recuerdo aquellos tiempos en los que compartíamos clases de Latín, donde mientras su humilde servidor, apenas empezaba a entender y recordar la primera declinación de sustantivos como el famoso “Puella, ae”, o “femina, ae”; ella se disponía a enfrentar los recovecos de la tercera declinación de sustantivos como “Animal, alis”… Cosa que dejaba entrever desde ese entonces, lo que era en comparación con ella…


Y entonces me pregunto… ¿Será que con Horacio llegue a mi “Peterson” es decir mi nivel de capacidad máxima? ¿Será que no me alcanza la maceta para entender el estilo o contenido de aquel hombre? ¿Será que “Horacio Quiroga” es para mí, lo que “Orhan Pamuk” es para mi padre?

En fin… mi nivel de frustración es elevadísimo… Y lo peor de todo es que creo que la respuesta esta en aquello que me han dicho repetidas ocasiones: “Quiero ver cosas de más donde solo hay letras” Y entonces tal vez Horacio no es el Genio escritor que no entiendo… y más bien es una corriente con la que no compagino…

¿Será?

No sé… y por eso tengo que terminar diciendo:

Horacio… ¡tú me rayas!

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